YO NO HE TENIDO UN SUEÑO


En fechas recientes, el Vaticano ha producido un nuevo constructo de carácter pretendidamente económico, cuyo título en latín es autoexplicativo: “Oeconomicae et pecuniariae quaestiones”, que pueden leer en el siguiente enlace (http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2018/05/17/cons.html). Con franca rapidez (sobre todo teniendo en cuenta la pesadez del contenido, pues no son éstos temas que el Vaticano maneje con fluidez, por decir algo) se han producido reacciones por parte de organismos como el Acton Institute

Con todo y lo interesante que resulta conocer esta reflexión, me ha parecido todavía mejor lo que dice nuestro José María de la Cuesta Rute en un breve artículo que pueden encontrar al final de esta introducción. Se titula «Yo no he tenido un sueño». Poco he de glosarlo pues él mismo se expresa con tal claridad (en eso también contrasta ventajosamente con el original transalpino) que resulta innecesario. Sólo comentaré que, tras su lectura, me inclino ante el optimismo, la bondad y el generoso y positivo enfoque que José María dispensa al documento vaticano de estos días oscuros. Y es que a mi modo de ver, el documento (impresiones de las tres primeras páginas) es una chapuza con tintes ideológicos que se preocupa poco de establecer nexos lógicos y relaciones causa/efecto. A sus autores no les importa incurrir en contradicciones evidentes y además, el texto es un cúmulo de falsedades. Dios se lo pague.
Como poco, se puede afirmar que las instituciones eclesiásticas romanas están utilizando su posición para empujar fuertemente en el sentido de la agenda intervencionista. Tengo la absoluta certeza de que van a dejar un erial tras de sí, para lo que no es preciso poseer virtudes de augur: ya es un hecho.
 
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«No he tenido un sueño; aunque lo parece, es una realidad»

A propósito del Documento del Vaticano de 17 de mayo último sobre consideraciones éticas acerca de algunos aspectos del sistema financiero.

Nada más empezar a leer el documento vaticano de 17 de mayo último que versa sobre aspectos del sistema financiero confieso que me restregué repetidamente los ojos para convencerme de que no estaba soñando sino que leía en plena vigilia. Y no; no era sueño; era realidad que de la Santa Sede había emanado el documento que tenía entre manos. Quien tenga la bondad de leerme comprenderá mi sorpresa, y desde luego también mi júbilo, si digo que, ya desde su comienzo, el documento habla del mercado pero no con el desagrado rayano casi siempre en la condenación que suele ser habitual en los documentos vaticanos, sino, por el contrario, reconociendo su insustituible función beneficiosa para el bienestar material de la humanidad. Y esta no es ni mucho menos la única ocasión en que se manifiesta esa actitud de manera que, al encontrárnosla repetida más o menos explícitamente, en distintos lugares a lo largo del documento podemos tenerla como presupuesto de su contenido.
No mucho más adelante he tenido necesidad, esta vez de pellizcarme, a fin de cerciorarme de que continuaba despierto. La ocasión lo hacía imprescindible puesto que el documento reconoce nada menos que una función positiva e insustituible al dinero. Se comprenderá mi redoblado júbilo si se piensa que, desde mi punto de vista, el dinero es una de las invenciones del hombre más acorde a su naturaleza limitada y, a la vez, vuelta hacia la perennidad que le hace trascendente. En el dinero tiene el factor tiempo una proyección especial. Ello no obstante, no puede negarse el punto de hostilidad con que es tratado el dinero por parte de la llamada doctrina de la Iglesia; aunque, insisto, a mi modesto juicio, ni las virtudes cristianas de la austeridad y de la generosidad así como tampoco el “consejo evangélico” de la pobreza impliquen en modo alguno tener que dejar de contar con el dinero y, por lo tanto, prescindir de su insustituible función humana. Tratándose además de la actividad financiera, la estimación positiva del dinero se traduce necesariamente en idéntica estimación del crédito dinerario. Y así se deduce, en efecto, del documento.
Creo que con el dato del benéfico doble reconocimiento, del mercado y del dinero, es suficiente, dadas las circunstancias, para saludar con satisfacción el documento de referencia. No me parece indiferente sin embargo señalar que, contra lo que suele silenciarse si no tergiversarse de modo usual, en él además se alude, y de forma expresa, al considerable aumento del bienestar material experimentado en el transcurso de las últimas décadas. Junto a estas notas que hacen referencia, siquiera sea implícitamente, a un sistema de economía en que el mercado juega el papel que le corresponde y en que, consiguientemente, las operaciones en el mercado se encuentran mediadas por el dinero, me parece pierden importancia tanto algunas puntadas lanzadas con discutible respeto a la, digamos, certeza por no decir verdad de los hechos contra la creciente diferencia entre ricos y pobres como algunas alusiones a la especial atención de que son merecedores los más débiles; otro tanto creo que puede decirse de la incidental referencia a una “justicia real”, cuyo significado, dicho sea de paso, ignoro. Más tarde me detendré en indicar otros puntos que me parecen más significativos en los que el documento que se comenta se alinea, a mi juicio sin razón para hacerlo, con ciertas afirmaciones que integran la llamada Doctrina Social de la Iglesia.
La novedad radical que entraña el nuevo documento procedente de la Santa Sede consiste en que se aborda el tratamiento de ciertas operaciones financieras actuales con absoluto respeto a su naturaleza y función de acuerdo con las categorías y principios propios de la verdad “científica” sobre la actividad financiera y, en consecuencia, de la realidad de esa actividad de financiación.
Es significativo que el documento, a diferencia de los que, en rigor, integran la Doctrina Social, no encuentre necesario subrayar que no pretende suministrar “soluciones técnicas”; el silencio me parece suficientemente elocuente por lo que se refiere a sus propósitos. Lejos de emitir juicios acerca de la actividad financiera y de los actos en que se desenvuelve, el tan repetido documento responde a la consideración que merecen desde los criterios de la ética cristiana los actos de carácter financiero, que lo son por responder a los principios de la economía financiera. Y si es cierto sin embargo que puede apreciarse en algún sentido que se formula un juicio adverso sobre la actividad financiera, semejante juicio no versa sobre esa actividad como tal, sino sobre actos que, respetando las técnicas de los ordenados a los fines de la financiación de la economía real, resultan desordenados cabalmente por dirigirse a otros fines distintos. Es, pues, la posible desnaturalización de aquella actividad destinada a procurar medios o recursos financieros a la economía real lo que puede hacer reprobables los concretos actos en que se desenvuelve en su caso aparentemente la actividad financiera, pero nótese que entonces unos y otra serán reprobables por no ordenarse a sus fines propios que, en tanto que tales, son legítimos. No cabe, a mi juicio, mayor adhesión a la actividad de financiación y a los “planes de acción” ordenados a ella. Notemos especialmente que el juicio moral de reprobación que pueda merecer el agente en razón de los actos concretos realizados en cada caso en modo alguno hace reprobable la actividad financiera en sí y en tanto que tal.
En suma, el documento que nos ocupa trata a los actos constitutivos de la actividad financiera como a cualquier otro tipo de actos, esto es, conforme a la ambigüedad que es predicable de todos ellos desde que los hombres perdimos, por el pecado original, el don de la integridad del que gozaban nuestros primeros padres; pero de ninguna manera aquellos actos y actividad se hacen merecedores de reproche desde la creencia cristiana por la naturaleza y fines de unos y de otra. Cosa distinta es el juicio que deba merecer el acto y sus efectos sobre el sujeto en atención a su concordancia o discordancia con el deber moral.
Quizá sea oportuno señalar que el tan repetido documento procede de la Congregación para la Doctrina de la Fe y del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral que de esa Congregación depende, de modo que en su formulación nada ha tenido que ver ninguno de los otros organismos vaticanos que por su menor rigor en mantener la firmeza de la enseñanza divina sobre la autonomía de las esferas que deben ser distinguidas en la realidad y, por consiguiente, también en relación con su conocimiento acaban por confundirlas de hecho por muchas protestas que se formulen de no hacerlo.
La orientación del documento, que por mi parte considero sabia, se manifiesta en una certera, por lo general, descripción de las figuras que definen las distintas modalidades que adoptan las instituciones y los actos establecidas y dirigidos respectivamente a procurar o procurarse recursos financieros así como a dar cobertura a las tareas de mediación por parte de los agentes especializados en mediar entre quienes son sujetos de aquellos. Y en este punto, como no podía ser de otro modo habida cuenta la finalidad del documento de señalar el modo ético de comportarse las personas que participan como sujetos en todos aquellos actos, las recomendaciones, consistentes tanto con sus finalidades como sobre todo con los procesos de mercado según los que cursan las acciones que los configuran, se formulan sobre la plantilla del derecho de los contratos pertinentes. Con esto, por cierto, se refuerzan la validez y la eficacia del deber-ser jurídico-contractual, es decir, de la voluntad humana y de su formación y expresión como consentimiento; validez y eficacia que por supuesto exigen la ausencia de fraude.
Hasta tal punto el documento tan reiteradamente aludido aquí hace suyas o, al menos, toma como punto de partida las instituciones del contrato y del mercado para proyectar sobre ellas los principios éticos que incluso llega a adoptar como propia la teoría de los “fallos de mercado” para señalar la necesidad de que uno de ellos, la “asimetría de la información”, sea remediado a fin de que pueda considerarse éticamente correcto el acto. Con independencia de que no se participe de la concepción de la escuela de economía que acoge la citada categoría de los fallos del mercado, es evidente que el mero hecho de atenerse a ella implica ya y desde luego aceptar la naturaleza y función del mercado. Con la venturosa consecuencia de que éste no es entonces considerado, a diferencia de lo que lamentablemente sucede según demasiados documentos relativos a la Doctrina Social, como si se tratase de un sujeto tal y como aparece en esos documentos que le atribuyen por lo común, sin que se alcance saber el porqué, graves culpas y sus responsabilidades consiguientes.
Cierto es que también en nuestro caso y no obstante la acertada orientación de la doctrina sobre la actividad financiera, el documento aquí en cuestión no deja tampoco de incidir en los tópicos o lugares comunes que, por desgracia jalonan el tratamiento de la materia –económica- objeto de la Doctrina Social de la Iglesia. Esta incidencia representa consiguientemente además en nuestro caso una cierta inconsistencia interna del propio documento. Fijaré mi atención en los tres puntos siguientes.
En primer término, en el documento encontramos algunos dicta que exabrupto, sin que, en mi opinión, vengan muy a cuento, suponen poner en cuestión el derecho de propiedad. Así, cuando, por ejemplo, dice que “cuando el hombre reconoce la solidaridad fundamental que lo liga a todos los demás hombres, percibe que no puede apropiarse de los bienes de que dispone…Cuando se habitúa a la solidaridad, estos bienes son usados no solo para sus propias necesidades…” (énfasis, mío). A mi juicio, cuando los términos y adjetivos se utilizan sin consideración a la mera significación retórica con que, probablemente sin mucha deliberación, fueron dichos en diferentes documentos pontificios, se vuelven contra el rigor que se les debe exigir especialmente en la materia de que estamos hablando. Es indudable que el párrafo transcrito puede, y seguramente debe, entenderse en conexión con la parábola de los talentos que precisamente sostiene el carácter virtuoso del ahorro seguido de inversión, que es manifestación cabal de la actividad de financiación. Pero ¿acaso era necesario acudir a la retórica de la solidaridad y de la no apropiación de los bienes que evoca la desafortunada hipoteca universal sobre los bienes propios referida en otros documentos?
Es, a mi modo de ver, objeto de crítica que se otorgue al crédito una dichosa “función social” con los equívocos que procura el sintagma como base para de la censura de la usura y para rechazar la especulación. En mi opinión, basta una adecuada remisión al derecho de contratos, cosa que, como se dijo antes, hace el documento para dejar proscrito el interés usurario. Por lo que se refiere a la especulación la condena sin más no resulta afortunada porque la especulación es elemento imprescindible para la actividad financiera propiamente tal y cuando la búsqueda de la mayor ganancia posible es el único móvil para la colocación temporal del propio dinero, en realidad en ese caso la operación no puede estimarse propiamente financiera según el mismo documento y por consiguiente no ha de tratarse de ella por haber quedado al margen de aquél. Tampoco, por cierto, es instrumental respecto a la actividad financiera la colocación de los ahorros off-shore que merece reproche en nuestro documento, pese a que acaso no esté justificado tratar en él de la conducta de acudir a paraísos fiscales, pues quizá el juicio moral que pueda merecer más que en otra cosa se fundamenta en la huida del sujeto titular de los recursos dinerarios de las obligaciones, en principio legales, que pesan sobre él en función de tales recursos. Con ello se plantean en realidad nuevas interrogantes, vinculadas por lo demás a aspectos que conectan con la pertenencia a una determinada comunidad y, en especial, a un concreto Estado, cuestión que, desde otra perspectiva, se aborda a continuación.
Sin perjuicio de su relación con la presencia del Estado en la actividad de financiación, por su conexión a problemas del género de que tratamos en el párrafo anterior merecen ser aludidas ahora las consideraciones del documento sobre la deuda pública soberana. No es dudoso que el endeudamiento público es un medio para la financiación de los gastos públicos. Las no muchas ni muy desarrolladas referencias a la deuda soberana resultan atinadas, con lo que puede estimarse que encierran cierta crítica a la insaciable voracidad del Estado en la arrogación de competencias con el consiguiente incremento del gasto público, de verdad, sin eufemismos ni formalismos al uso, incontrolado. Precisamente por el acertado modo de abordar la cuestión de la deuda soberana resulta más chocante y más de lamentar que el documento, sin mucha justificación digamos sistemática, se detenga en censurar la elusión fiscal que representa la domiciliación off-shore de los negocios. Y es que, no nos engañemos, en el fondo del documento late el sentimiento favorable al Estado. Por injustificado que esté muy especialmente por parte de la Iglesia Católica.
Finalmente, me resulta decepcionante que, a semejanza de los integrantes de la llamada Doctrina Social de la Iglesia, el documento de que aquí se trata apele al poder del Estado para que, mediante su intervención, se regule adecuadamente el mercado financiero. En rigor, esta llamada al Estado es inconsistente con la buena doctrina económica que se centra sin equívocos en el mercado, en la libertad que le es inherente; de ahí que, hasta cierto punto se puede afirmar que el documento que se comenta se asienta sobre una llamativa contradicción interna.
No me cansaré nunca, espero, de repetir e insistir en que me resulta al menos sorprendente que a la vez que se considera la posible producción de toda clase de bellaquerías en el mercado a causa de la condición desfalleciente del hombre, ese mismo hombre queda despojado de esa condición desde el momento en que entra a formar parte de la burguesía que disfruta del poder político y en consecuencia está en condiciones de regular con arreglo a la más estricta justicia y demás virtudes la conducta y, en definitiva, la vida de los demás sometidos a obediencia. Pero eso sí, esa soberana investidura para poder definir el bien y el mal agota su eficacia irremediablemente con el final del período de ejercicio del poder.
Tampoco me callaré en esta ocasión que me resulta igualmente como mínimo sorprendente que se acuda a la intervención del Estado para remediar el dominio que pueden llegar a arrogarse los ocupantes de ciertos centros sociales. La sorpresa, también causada en este punto por el documento que me he permitido examinar, me surge ante el hecho de que se desconozca que esos centros de poder llegan a serlo efectivamente gracias a los actos de intervención del Estado en la economía interrumpiendo el libre proceso del mercado.
Madrid, 29 de mayo de 2018
José Mª De la Cuesta Rute]]>

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