EL SEMANAL DEL COVARRUBIAS – 28 DE MARZO DE 2023 – FERNANDO MÉNDEZ IBISATE

EL SEMANAL DEL COVARRUBIAS – 28 DE MARZO DE 2023 – FERNANDO MÉNDEZ IBISATE

PENSIONES SIN REFORMA

 

Las pensiones en España mantienen una característica muy restrictiva y rígida; se trata de su sistema de soporte financiero o financiación, que es de reparto y no de capitalización.

Por un lado, dicho sistema hace que, dadas unas determinadas condiciones de evolución o desarrollo, relacionadas tanto con la estructura de edad de la población como con la del mercado laboral, se produzca un problema estructural o inherente en su sostenibilidad a medio o largo plazo (incluso aunque muestre momentáneos superávits de caja). Por otro, dicho sistema pone las pensiones en manos de la Administración, de los políticos o de las autoridades (inclúyase a sindicatos –algunos– y asociaciones patronales), en lugar de dejar las decisiones y administración a sus auténticos propietarios, los trabajadores.

En términos financieros, el sistema de reparto, no origina ningún derecho a pensiones (es por ello que ese derecho se añade ad hoc)[1]: usted cobra no por lo que, ni según lo que (con matices), haya contribuido. A lo largo de su vida laboral, querido lector, su contribución es –o ha sido– el derecho de (servía para el pago de) la pensión de los jubilados de ese momento. Y su derecho a pensión, reconocido por ley, vendrá dado –insisto en términos financieros y de cuantías de cobro– por las aportaciones de los trabajadores de ese momento, mientras dure su vida o período de jubilado. Es un sistema financiero piramidal, se pongan como se pongan los más exquisitos, que para mantener sus promesas de rendimiento requiere una proporción de tasas de entrantes respecto de salientes en el sistema que, con su crecimiento, se hace imposible para cualquier economía, por muy avanzada o desarrollada que sea. Aunque las referidas mejoras de productividad permitan paliar, o más bien maquillar, los agujeros propios del sistema.

Hay quien matiza que, dada la obligatoriedad del sistema, los topes máximos de cobro de pensiones, las fórmulas de cálculo o los condicionantes que se realizan para los cobros, etc., el sistema de reparto no es puramente piramidal; pero sí lo es. Precisamente, el sistema de reparto puede considerarse una estafa porque, no pudiendo salirte de él, los políticos, las autoridades, pueden cambiar las condiciones o promesas de pago originales (de cuando se establecieron), alterando cálculos o cualquier componente que haga que las prestaciones en pensiones queden mermadas respecto de las condiciones anteriores, y no digamos respecto de las condiciones iniciales. Y esto es lo que se viene haciendo desde la Transición con todas las reformas de pensiones, iniciadas por el Gobierno de Felipe González y luego vueltas a reformar sucesivamente y en varias ocasiones por todos, absolutamente todos, los Gobiernos.

Cierto es que algunas de esas reformas fueron ampliando tanto las bases de cotización como las de perceptores del sistema, lo que no es negativo. Pero rompieron con las condiciones establecidas por el sistema en su inicio u origen, que bien podían haber sido aplicadas a todos; también a los que se iban incorporando. Algo que el sistema de reparto no podía garantizar ni sostener, con las condiciones originales, pero que un sistema de capitalización habría producido por su propia esencia, pues se ajusta a un cálculo de rendimientos de las contribuciones que cada cual aporta durante toda su vida activa como provisión por contingencias futuras de esta índole. Desde luego, en todo momento me refiero a las pensiones contributivas, es decir aquellas que se perciben como provisión (y previsión) de futuro mediante aportaciones regulares a lo largo de una vida laboral (incluyo a los autónomos).

No es cierta la principal cualidad que se atribuye al sistema de reparto: la solidaridad. Primero porque, lejos de mantener un relación intergeneracional amable y justa, genera un conflicto, y supone una confrontación, entre generaciones presentes, que se quejan de que no podrán acceder a pensiones equivalentes, en términos proporcionales a sus contribuciones, como las que percibieron o perciben los pensionistas de hoy y anteriores; y estos últimos –los actuales pensionistas–, que se manifiestan y claman para lograr mejoras en sus pensiones, en medio de graves tensiones financieras para su soporte y sin un horizonte temporal más allá de su calidad de vida (y casi seguro la de los suyos) en los años que les queden, como por otra parte es lógico, natural, razonable, legítimo y en absoluto egoísta.

Como cualquier sistema impositivo, el sistema de reparto tampoco es solidario, pues carece de una cualidad esencial a la solidaridad: la libertad o libre albedrío. Si el poder te obliga no hay solidaridad alguna. Cosa distinta, muy legítima y razonable para muchos, es que los gobiernos promuevan políticas de reparto o redistribución de la riqueza producida, siempre de forma lícita o legal, claro está. A esto se le puede llamar de otra forma, pero nunca solidaridad[2]. Además, el sistema de reparto no es especialmente un sistema de solidaridad o solidario, según lo que se entiende en términos políticos, y desde luego no lo es menos de lo que pueda serlo un sistema de capitalización con las debidas medidas de progresividad sobre los impuestos, mecanismo de redistribución por antonomasia del Estado; del poder.

Y es que, dada la estructura y normativa del actual sistema de reparto de las pensiones, apropiadas por el Estado, las contribuciones que lo financian son un impuesto en toda regla, bien provenga de los salarios (lo paguen las empresas o el trabajador en la proporción que sea); bien provenga de los Presupuestos Generales de Estado y, por tanto, de la recaudación impositiva por IRPF, IVA, Sociedades o lo que sea; bien provengan de impuestos especiales, propios o específicos del sistema. Siempre son tributos.

Parece lógico que las pensiones no contributivas o asistenciales se paguen con cargo a impuestos pues, por su naturaleza, de algún sitio debe salir tal prestación ya que no se ha previsto con anterioridad; pero estas pensiones han de ser casos menores (por su número) en una economía avanzada, creadora de riqueza, eficiente y productiva, con un mercado laboral más razonable que el nuestro. En cambio, las pensiones contributivas, según su nombre indica, no deberían pagarse con un mecanismo impositivo, como lo es el actual, sino con las aportaciones que cada trabajador realice a su propia previsión o provisión de contingencias futuras al respecto, y mediante una adecuada o correspondiente capitalización de dichas aportaciones a lo largo de toda la vida laboral.

Este sistema, de capitalización, nada tiene que ver –ni es equivalente–, como engañosamente se afirma, ni con privatización del sistema de pensiones, ni con desasistencia o conflictos de “free rider” o “viajero sin billete”[3]. La obligatoriedad del sistema para todos los trabajadores o perceptores de rentas (también del capital o de la tierra) permite remediar esta última crítica, que incluso (para los amantes de la intervención) puede complementarse estableciendo unos mínimos de aportaciones individuales que, ya para rematar, hasta podrían hacerse progresivos, derivando parte a una “caja común”. Si bien considero que todo lo relacionado con el manejo de dinero público tiene mucho peligro e incentivos perversos.

Un sistema de capitalización tampoco tiene que ser, ni es lo mismo que, un sistema de pensiones privado; puede ser público y administrado o gestionado por una entidad con lazos o raíces políticas (desde un banco público o el Banco de España, pasando por un organismo de la administración independiente, hasta un sindicato concreto). Obviamente esto no es en absoluto deseable ni recomendable por los peligros antes aludidos, pero quiero mostrar que hablo de cosas distintas (capitalización o privatización) así como el disparate que supone la trampa populista de su equivalencia. Son, pues, dos cambios o reformas: devolver las pensiones a sus auténticos propietarios y establecer un sistema verdaderamente solvente.

El problema de la capitalización es la brecha que se produce en el proceso de cambio de sistema, desde el reparto. Qué se hace con los que se quedan en el anterior sistema, que pagaron las pensiones en modo de reparto y ahora nadie contribuye para el pago de las suyas, dado que se ha establecido que las aportaciones de los trabajadores actuales pasen a un sistema de capitalización de sus propias pensiones. Se precisa de una capacidad enorme de ahorro previo y de endeudamiento público (arduo si se parte de 1,5 billones de euros) –o recaudación– suficiente para pagar a los pensionistas de ese momento y durante años, máxime considerando las actuales cifras: el monto presupuestado para las pensiones en 2023 es de 191.000 millones y el pago en pensiones del pasado mes de febrero, sin extraordinarias, alcanzó los 11.922 millones de euros. Aunque, por otra parte, hace tiempo destinamos ya el 50% de todo el Presupuesto del Estado al pago de pensiones[4].

Con estas bases, comento brevemente algo sobre la última reforma, otra más, del sistema de pensiones, acometida por el actual Gobierno.

Dado que las pensiones son un arma político-electoral de los Gobiernos, se venden aumentos de gasto en pensiones (que son ciertos, máxime teniendo en cuenta la entrada en el sistema de cohortes más numerosas en los siguientes veinticinco años). Pero, en realidad, se trata de mejoras de prestaciones presentes y a corto plazo a cambio de recortar prestaciones en términos reales en el futuro (sobre todo en relación a las contribuciones que ahora pagan los futuros pensionistas). Además se suben, por diferentes vías y nuevas figuras, los impuestos (sobre el trabajo y otras rentas) para el pago o sostenibilidad de las pensiones. En realidad, se trata de que como el gasto en pensiones aumentará mucho en los próximos años, y no por mejoras sustanciales de prestaciones, hay que aumentar las aportaciones o ingresos del sistema –gran aumento de diversos impuestos– para no rebajar mucho en términos de poder adquisitivo (algunas medidas tienen esa repercusión) la cuantía de las percepciones: también la aproximación de cuantías en prestaciones –mínimas y asistenciales respecto de las máximas y medias– sirve como trampantojo sobre el propósito de rebaja real de las prestaciones.

Aunque se dice garantizar el poder adquisitivo de las pensiones conforme a la inflación, verdad a medias por cuanto los cálculos y su aplicación permiten revalorizaciones por debajo de las pérdidas reales de poder adquisitivo (ajustes al índice medio, ni siquiera general, y no de cestas propias de los pensionistas; o cálculos anuales sobre noviembre y no sobre diciembre), lo cierto es que la cuantía real de las percepciones disminuye para futuros pensionistas. La extensión de años para el cálculo de pensiones tiene ese mismo efecto, añadido; si bien la propuesta de un sistema “dual” opcional, que establece la ampliación del cálculo en 27 años en lugar de los 29 o 30 inicialmente propuestos, aplicando siempre la opción más favorable supondrá necesariamente, junto con las medidas adoptadas en 2021, un aumento del montante total de gasto en pensiones que deberá sufragarse mediante impuestos o deuda. El alargamiento del cálculo rebaja la prestación; pero al ser opcional permite al pensionista aplicarlo sólo cuando su prestación mejora, cosa que incluso hará elevar el gasto. Para cuando se aplique por completo, sin opción, será 2044; y para entonces ya se habrán precisado más y nuevos parches.

Lo demás, aumentos en las bases máximas de cotización (que, además, prácticamente no se compensan en la pensión máxima); aumentos en las aportaciones al Mecanismo de Equidad Intergeneracional; “destopes” y subidas en los tipos de cotización; nuevas figuras de cotización (tributación o imposición), como la de “solidaridad” o la que se aplica a los becarios en prácticas, etc., son meras subidas de impuestos que, para colmo, los expertos reconocen y calculan como limitadas, dada su aplicación a segmentos de masa salarial altos o muy altos pero reducidos en el número de perceptores, e insuficientes para la sostenibilidad –e incluso no ampliación del déficit– del sistema de pensiones de reparto[5].

Como no todo en este mundo es perfecto, ni para lo malo ni para lo bueno, permítanme dos aspectos de esta reforma que me parecen acertados. Se trata de la cobertura de “lagunas de cotización” (normalmente por la atención de menores, enfermos o ancianos) y del complemento a las “brechas de género”, que más me habría gustado fuese a las diferencias salariales sin razón justificada (mismo trabajo o desempeño; misma o mejor cualificación o valía; misma o mejor eficiencia y productividad; mismo o mayor empeño y tiempo; pero menor remuneración salarial) producidas por diferentes razones o causas y no sólo por el sexo (a veces sucede en las Administraciones Públicas). No obstante, estas compensaciones bien pueden financiarse, en un sistema de capitalización, mediante impuestos, pues de hecho se trata de una redistribución, posiblemente muy justificada pero que no deja de ser excepcional.

 

Fernando Méndez Ibisate
Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en dicha Universidad.


[1] Es más, de hecho, tal derecho es expropiado por cuanto usted no puede decidir sobre sus propios ahorros (contribuciones), y sus réditos, en forma de pensión, no dependen (con matices) de lo aportado. Tal es así, que durante las últimas décadas no le ha ido mal a muchos pensionistas o jubilados pues, según varios estudios demuestran, han percibido en muchas ocasiones más de lo que les hubiese correspondido por capitalización de sus contribuciones. Si bien en esta “generosidad” obra –y mucho– los aumentos y mejoras de la productividad y eficiencia de la economía (permitidos, entre otros, por los cambios tecnológicos) que sostienen el sistema y permiten esas mejoras.
[2] Que sea “justo” o “de justicia” está por ver, pues nunca hay que obviar que para ello debe perjudicarse a alguien sobre lo que legítima y legalmente le es propio o le pertenece, consustancial a su persona: el fruto de su ingenio, trabajo, esfuerzo y tiempo. Para ello habría que establecer un criterio de valoración social de las personas, como enseñaba Aristóteles. Además, entrar en un juego de valoraciones utilitaristas no creo que sea ni lo más justo ni lo más apropiado a la economía, en general.
[3] Se trata del incentivo a no ser previsor, y no proveer de fondos para su capitalización, pensando que la sociedad no será tan cruenta y miserable como para desasistir tus necesidades más básicas.
[4] Aparte de una obligada gradualidad en el proceso de adaptación del sistema, el problema tiene soluciones.
[5] Véase De la Fuente, Ángel (2023). “Los efectos presupuestarios de la reforma de pensiones: un balance provisional.” FEDEA, Colección Apuntes no. 2023-06. Madrid.

 

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«PENSANDO EN VOZ ALTA» DE AVIZOR:
CONSENTIMIENTO Y HEMBRISMO

En un mundo histórica y mayoritariamente machista, pero que en Occidente es afortunadamente pasado, desde hace ya más de medio siglo, el consentimiento sexual se refería a la aceptación por la mujer del «acceso carnal» del hombre, ya que era éste el que generalmente tomaba la iniciativa sexual.

Desde hace ya un cuarto de siglo, la sociedad occidental se ha situado de iure y de facto en el paradigma igualitario, lo que ha comportado un notable cambio de roles en la relación heterosexual, ya que la iniciativa en las relaciones sexuales se toma mayoritariamente por las mujeres, por lo que el antiguo esquema del «acceso carnal» del hombre a la mujer ha perdido gran parte de su significado, salvo en los casos en que medie intimidación o violencia de cualquier clase.

En una sociedad igualitaria, la figura del consentimiento, de raíz machista, paradójicamente adoptada por el rampante hembrismo, debiera sustituirse por la del común acuerdo en libertad, concepto que refleja el reconocimiento de la inalienable igualdad ontológica entre hombre y mujer, lo que exige su igualdad ante la ley y, en consecuencia, la común presunción de inocencia.

 

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