AMOR PATRIO Y NACIONES: POR UN NUEVO CAMINO PARA EUROPA – RENATO CRISTIN
JUNIO DE 2024
Las elecciones del 9 de junio son una encrucijada para la Unión Europea. Dependiendo de su resultado, se producirá, bien una profundización en el proceso de construcción de un superestado supranacional, bien un retorno a la inspiración original de los fundadores de la UE, que no pensaban en un superestado sino en un espacio de cooperación entre naciones que conservarían su identidad.
Renato Cristin defiende aquí un europeísmo compatible con la preservación de las identidades nacionales, apoyándose en San Juan Pablo II y Charles de Gaulle. Un europeísmo amenazado tanto por el Leviatán burocrático bruselense como por el “eurasianismo” de una Rusia de nuevo agresiva.
Cristin es catedrático de Hermenéutica Filosófica en la Universidad de Trieste y fue director del Istituto Italiano di Cultura en Berlín y de la Fondazione Liberal. Autor, entre otros libros, de “Quadrante occidentale” (2022), “I padroni del caos” (2018), “Apologia del ego” (2010) y “La rinascita dell’Europa: Husserl, la civiltà europea e il destino dell’Occidente” (2001).
AMOR PATRIO Y NACIONES: POR UN NUEVO CAMINO PARA EUROPA
Hablar de patria hoy, cuando, después de más de setenta años, hay de nuevo una guerra en suelo europeo, se hace más que nunca necesario, porque es precisamente a las patrias europeas (y a todo Occidente) que Rusia, de manera no oficial y aun así dramáticamente real, les ha declarado la guerra. La transición de la Guerra Fría a otra decididamente caliente, provocada por un aumento de la intensidad del expansionismo ruso que culminó, por ahora, con la invasión de Ucrania, requiere no sólo acción (para la cual están cooperando militar y económicamente todos los países europeos reunidos en la OTAN), sino también una reflexión, porque lo que ahora está en juego es la libertad misma de los pueblos europeos. Como contribución en esta clave, examinaré aquí brevemente la noción de patria en relación con la de pueblo y la de nación, en lo que se refiere a la Unión Europea y en el contexto de la guerra con la que Rusia atacó a Ucrania.
La palabra alemana Heimat, que se traduce como “tierra natal”, indica específicamente la patria como el lugar en el que se nace y en el que se arraigan las generaciones, no sólo las biográfico-individuales sino también las colectivas; es decir, un lugar histórico además de existencial, que contiene una visión del mundo. En resumen: una identidad.
Heimat es la tierra de los ancestros, independientemente de adónde se hayan desplazado sus descendientes; Heimat es, por ejemplo, la tierra de Israel para el pueblo judío; y en este sentido es también la tierra de origen de quienes han emigrado a otros países, independientemente del grado y antigüedad de la integración. Heimat es, en la forma y en la teoría, un concepto centrípeto: en la Heimat uno está arraigado; en ella permanece ‒incluso si está lejos, como dice el sublime verso de Nabucco‒ y a ella regresa.
La patria es un lugar físico y metafísico, material y espiritual, porque es el origen de la vida histórica del hombre concretamente existente. Más allá de ese lugar está el no-lugar, el extrañamiento, la pérdida de identidad en tanto pérdida del arraigo en lo propio de cada uno y, en este sentido, de todos. Es decir, ya no sabremos quiénes somos.
La patria también está estrechamente relacionada con el concepto de nación y, por lo tanto, puede interpretarse ‒es mi tesis‒ como el punto de intersección entre el pueblo que la plasmó y que en ella se ha perpetuado, y la nación en la que ese pueblo se reconoce y con la que se identifica.
Ahora bien, el ataque que la ideología post-sesentayochista (con sus ramificaciones políticas e institucionales) viene aplicando a la idea de nación desde hace ya varias décadas es fruto de una maniobra combinada que tiene como objetivo principal la erosión de la identidad europea y, más en general, occidental.
Para afrontar este envite, es necesario fortalecer el pensamiento de la nación y al mismo tiempo proteger el valor de la patria. Esto también significa eliminar el nacionalismo y transformarlo en patriotismo, o en lo que yo llamo soberanismo inteligente, que no es en absoluto aislacionismo.
Nación y soberanía son de hecho un binomio inescindible, porque la soberanía es uno de los principios fundamentales de la vida de las naciones. Y así lo afirma el Papa Juan Pablo II, para quien el espíritu de la nación es parte fundamental e ineliminable del espíritu de la humanidad, porque ambos son determinaciones históricas del espíritu divino.
El gran Papa coloca el derecho a la existencia plena de la nación al mismo nivel que la del ser humano, en tanto derecho de la persona y de su comunidad. Aquí encontramos el núcleo del patriotismo como sentimiento histórico y existencial, como expresión de religiosidad y vínculo familiar. Juan Pablo II utiliza el concepto de soberanía, y lo hace de manera ejemplar en su célebre discurso de 1980 ante la UNESCO:
«Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. […] Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. […] Y en nombre de la primacía de las realidades culturales del hombre, de las comunidades humanas, de los pueblos y de las naciones, les digo: velen, con todos los medios a su alcance, por esta soberanía fundamental que posee cada nación en virtud de su propia cultura. Protéjanla. […] No permitan que sea víctima de los totalitarismos […] o hegemonías».
En plena Guerra Fría y con su tierra sometida a la dictadura ruso-soviética, el Papa polaco se erige como guardián espiritual de la idea de nación y del amor a la patria, mentor de la soberanía, sin retórica, como suele ser habitual en su estilo franco y cristalino. La idea de patria encuentra en él una legitimación superior, que resulta fundamental para quien hoy quiera reflexionar sobre este nudo cada vez más complejo y candente en el debate político-cultural europeo. Soberanía significa, por tanto, defensa de la identidad de la patria.
Y el nodo de la identidad nos permite pasar a la teoría política. Según Charles de Gaulle, por ejemplo, la nación existe, no como una teoría abstracta, sino como una singularidad histórica concreta. Para referirse a ella, utiliza con mayor frecuencia el término «Estado»: el pueblo tiene una patria y ésta se convierte en nación, que avanza en la historia a través de un Estado (o país). Proviniendo del pueblo, el Estado-nación tiene un núcleo personal, y como tal vive en la sucesión de generaciones y por tanto forma una comunidad de raíces y objetivos. Para relacionarse con otros Estados-nación, debe armonizarse con esa apertura que una construcción transnacional como la Unión Europea requiere. De ahí la preferencia que De Gaulle muestra por la expresión «Europa de los Estados», en la que, como ha subrayado Francisco Contreras, se concentra cada vez con mayor intensidad y con reflexiones cada vez más sistemáticas desde 1945.
De hecho, de Gaulle no es solamente el gran estadista o el estratega militar, sino además un pensador de la historia y de la política. Sus escritos teóricos, numerosos y consistentes, pero también las Memorias de guerra y los escritos sobre la Francia contemporánea, lo demuestran ampliamente.
De sus Memorias emerge claramente su visión de Europa como una unión de Estados. En 1960 escribió: «Dado que construir Europa, es decir, unirla, es para nosotros un objetivo esencial, declaro que para ello hay que proceder no ya persiguiendo sueños, sino adhiriéndose a la realidad. Ahora bien, ¿cuál es la realidad de Europa?, ¿cuáles son los pilares sobre los que se puede levantar? En verdad no pueden ser otra cosa que sus Estados [sus países], cada uno de los cuales tiene su propia alma, su propia historia, su propio idioma, sus propias desgracias, sus propias glorias, sus propias ambiciones; Estados que son las únicas entidades que tienen el derecho de dar órdenes y el poder de ser obedecidos. Luego, si bien reconozco el valor técnico de algunos órganos más o menos extra- o supranacionales, observo que no tienen ni pueden tener eficacia política […]. Es completamente natural que los Estados de Europa tengan a su disposición organismos especializados para preparar y, en caso de necesidad, dar seguimiento a sus decisiones. Pero esas decisiones les competen sólo a ellos».
El intento gaulliano puede ser resumido así: reafirmación de la idea de nación y de la soberanía nacional francesa, superación de la visión nacional cerrada en un espacio plural y al mismo tiempo internamente coordinado como debería haber sido la Unión Europea, y aplicación de la idea de soberanía nacional tanto a lo que él denominaba «el conjunto occidental» como al «sistema europeo» (es decir, la Unión Europea).
En la actualidad, dos aspectos muestran los límites de la visión gaulliana de Europa: la exigencia según la cual la confederación europea debía nacer en cierto sentido bajo una primacía francesa y la convicción de que la OTAN debía ser suspendida, aunque fuera temporalmente.
Hoy vemos que el liderazgo europeo, por más que en la práctica el poder económico establezca una jerarquía ineludible, no puede ser conferido por un solo país (ni siquiera por dos, como de hecho sucede: Alemania y Francia): quien guíe a Europa debe ser la propia Europa, es decir, la unión genéricamente identitaria entre las diferentes identidades específicas que históricamente han formado Europa. Y Europa debe guiarse en base a sus intereses ‒históricos, espirituales, culturales, económicos, estratégicos y geopolíticos‒, que se despliegan tanto a nivel continental general como a nivel nacional particular. Este es el sentido de una Europa de Estados-nación unidos en forma confederal. Además, la importancia y la intangibilidad de la OTAN es un hecho político-militar e histórico-estratégico consolidado e indiscutible en todos los países, desde el Atlántico hasta el Báltico.
La guerra en Ucrania efectivamente confirma la necesidad y el carácter indispensable de la OTAN, organismo fundamental con el que se defiende el mundo occidental y sobre todo Europa. De hecho, defender a Occidente hoy significa, entre otras cosas, defender también las naciones europeas de la amenaza de la Rusia neosoviética y su deletérea ideología. El eurasianismo, una teoría política desarrollada en Rusia y adoptada a veces también en Europa, es la negación de la idea occidental de nación, la negación de la idea occidental de libertad, la negación no sólo del liberalismo, sino también del conservadurismo clásico occidental (modelo de Reagan y Thatcher, por así decirlo), así como del catolicismo representado por el Papa Juan Pablo II, quien hoy combatiría el ateísmo enmascarado de la Rusia de Putin como combatió el ateísmo declarado de la Unión Soviética.
El mundo occidental necesita ser defendido también en nombre de la libertad, que es uno de los pilares fundamentales de nuestra civilización. Libertad personal y colectiva, que debe ser protegida y garantizada siempre, tanto en la gestión de las crisis sanitarias como en la defensa de las libertades nacionales. Y al decir esto estoy destacando, de paso, dos situaciones recientes en las que se ha violado la libertad: la pandemia y la guerra en Ucrania.
En la primera circunstancia, los gobiernos occidentales han asumido, en gran medida, una orientación antiliberal típica de los regímenes comunistas (vacunación forzada, estatismo burocrático, chantaje psicológico y laboral, control obsesivo de las personas, hablar en nombre de la ciencia propagando en realidad tesis e intereses exclusivos del consorcio científico dominante, alimentando el miedo como instrumento de coerción). Los liberalconservadores deben hacer exactamente lo opuesto.
En el caso de la guerra en Ucrania, los liberalconservadores defienden con razón la libertad de un pueblo contra el invasor ruso y se ponen del único lado posible, de acuerdo con sus principios. Pero, cuidado: no se puede pisotear la libertad personal con la gestión de la pandemia y pretender luego ser creíbles al abogar por la libertad nacional en la guerra de defensa de la patria que Ucrania está heroicamente librando contra Rusia. Tampoco viceversa: no se puede defender la libertad personal y negar la libertad del pueblo ucraniano. La libertad debe ser protegida y garantizada siempre.
En la Rusia que Putin ha re-sovietizado, la libertad es papel mojado. El asesinato de Anna Politkovskaja, Boris Nemtsov, la misteriosa muerte de Alexei Navalny en el gulag, la condena de Vladimir Kara-Murza a veinticinco años de prisión por expresar opiniones críticas hacia el régimen, y la lista sería larguísima, son ejemplos trágicamente concretos.
Lo que defino como neosovietismo, es decir, la metamorfosis putiniana del viejo aparato soviético, es la esencia del régimen ruso actual. En todos los países del antiguo Pacto de Varsovia ha habido una profunda reflexión sobre el pasado soviético y una condena definitiva de todo lo que representó. Hasta los símbolos fueron eliminados, y en muchos países de Europa del Este están incluso prohibidos, al igual que los símbolos nazis. En Rusia, en cambio, no sólo no hubo un proceso análogo, sino que después de la salida de Boris Yeltsin de la escena, el anterior régimen se reinstaló en el poder y, por lo tanto, el pasado soviético sigue tristemente presente. Lo es de manera simbólica (la invasión de Ucrania se lleva a cabo desempolvando los viejos eslóganes de la guerra contra el nazismo, hasta el punto de que la espeluznante bandera con la hoz y el martillo ondea a menudo en las zonas ocupadas), pero también lo es de manera concreta (el dispositivo burocrático-político ruso aplica los mismos sistemas que la Unión Soviética: control maníaco sobre las personas, limitación de la libertad de expresión y de acción, represión rígida del disenso, neutralización ‒de cualquier modo‒ de los opositores políticos). El Gulag está siempre en funcionamiento. Como vengo observando desde hace tiempo, se escribe Rusia, pero se lee URSSIA.
Si hay grupos en el mundo occidental que apoyan a Rusia es porque no han entendido esta esencia neosoviética o porque prefieren la dictadura de Putin al liberalismo occidental. En cualquier caso, actúan como quinta columna del Kremlin. La acertada crítica a las degeneraciones ético-culturales que se están extendiendo en Occidente vehiculizadas por algunas vanguardias del movimiento progresista no puede terminar propugnando que Rusia arrase al propio Occidente, como desearían algunos pro-putinistas que caen en la distópica ilusión de que el eurasianismo sea la terapia para los males de Occidente.
El liberalismo pero también el conservadurismo son antitéticos al eurasianismo, tanto porque éste es el brazo ideológico de un régimen que suprime las libertades políticas, como porque se inspira en fundamentos que poco tienen que ver con la tradición judeocristiana (como magistralmente explica Roberto de Mattei) y nada tienen que ver con la línea filosófica plural y ramificada que la nueva derecha liberal toma como punto de referencia y en la que gran parte del mundo occidental se reconoce. Por supuesto, la identidad occidental también está amenazada desde dentro, pero la salvación no puede venir de un exterior antitético a esa identidad misma. La salvación de Occidente puede venir única y exclusivamente del propio Occidente.
Y es en su interior donde se encuentran las herramientas críticas para salvarlo. Ante todo, mostrando que el intento de superar las identidades nacionales es un proyecto que va directamente tanto contra las naciones, como contra Europa como continente. Al destruir la conciencia nacional, también se desintegra la europea, porque al anular la conciencia de nación, también desaparece el amor a la patria: no hay patria ni nación sin el pueblo respectivo; y no hay patria europea sin, en primer lugar, las patrias de los pueblos particulares que la componen.
El renacimiento de la nación, objetivo principal de una teoría y una práctica auténticamente proeuropeas (y no cínicamente burocratistas), no puede prescindir de ese estrato original de experiencia y conciencia que es la patria.
Esto es lo que pensaban (y hubieran querido) los padres fundadores de la Unión Europea. Por ejemplo, el 21 de abril de 1954, en un discurso pronunciado en la Conferencia Parlamentaria Europea, Alcide De Gasperi se declaró preocupado «por el bien común de nuestras patrias europeas, de nuestra patria Europa». La visión europeísta degasperiana se basa en dos principios fundamentales: lo que él llama «la conciencia de la función eminente, no del Estado o de la colectividad, sino del ser humano y de la persona»; y la tesis de que la idea de nación puede coexistir con la idea de una Europa unida si la construcción europea se basa en el cuidado de las patrias.
La Europa de las patrias y la de las naciones están recíprocamente unidas por la idea de subsidiariedad, que es un concepto político y al mismo tiempo filosófico: el sentido de responsabilidad es tanto mayor cuanto más cerca se está de las cosas, de las circunstancias y de las personas. Que la actual Unión Europea sea una degeneración de estos principios no significa que sean irrealizables, ni que la Unión Europea no sea, teóricamente, una idea buena.
Se cierra así el círculo: de la conciencia de patria se pasa a la de nación, de esta última a la de hombre ‒como individuo o como persona‒ y, finalmente, a la de patria europea, en la que todas sus patrias (y por tanto las naciones) pueden unirse sin perder nada de sus identidades particulares.
El filo de esta reflexión es sutil y arriesgado, y sin embargo es la única manera de comprender y preservar la forma original de la Heimat, es decir, de la patria, en el fluir de la transformación histórica de los Estados nacionales, porque de este modo la nación encuentra su legitimidad en el pueblo y, a su vez, así validada, legitima al Estado.
Los europeístas fanáticos, obtusos, burocratizados e ideologizados cometieron un dramático error al querer imponer la integración por decreto, al inducir una especie de patriotismo europeo con reglas y normativas coercitivas de la vida cotidiana, en lugar de valerse de un sentimiento de pertenencia europea común que se forme sobre la base del amor por cada patria nacional. Los sentimientos se cultivan por la pasión, no con leyes.
El sentimiento de copertenencia se suscita al cultivar el sentido primario de patria o de la nación propia de cada europeo: por lo tanto, desde abajo, no desde lo alto. La integración que los pseudoeuropeístas realizaron fue más bien una fusión fría, una reglamentación técnica, mecánica e impersonal, porque solamente eso es lo que los burócratas, de todo tipo y rango, quieren y saben hacer: elaborar normas, códigos y protocolos.
La Unión Europea es un hecho históricoñ, político y económico incontrovertible y, en su concepción original, positiva, pero hay que reformarla profundamente, y para mejorarla hay que salvarla de dos fanatismos opuestos: el fanatismo burocrático centralizador y el fanatismo antioccidental disgregador, que implican, ambos, por opuestas razones, el riesgo de balcanización, o sea la disolución de Europa en su calidad de tal.
La obtusidad positivista de los burócratas y tecnócratas de Bruselas, que se han apoderado abusivamente del legado de los padres fundadores, les impide entender que los europeos pertenecen primariamente a cada uno de sus países de origen y sólo secundariamente pueden sentirse europeos. De hecho, gobernar como si los pueblos europeos fueran un amasijo homogéneo e indistinto significa ser ignorantes de la historia y miopes en política, porque de esta manera terminan destruyendo dos milenios de tradición y anulando cualquier proyecto político de carácter europeo. Enemigos ocultos de Europa: quizás involuntarios, pero no por eso menos peligrosos.
Y así, por simetría contrapuesta, la ceguera ideológica que padecen los enemigos internos explícitos de la Unión Europea los lleva a imaginar fantasmas y les impide ver la posibilidad de una finalidad superior, empujándolos a considerar a todo Occidente como un mal sólo curable con su eliminación, y a invocar potencias extranjeras que en realidad son un mal infinitamente mayor.
Y tanto a unos como a los otros les falta el sentido profundo de la historia, un sentido que no es ni erudición ni relativismo, sino intuición y proyección. Enemigos encubiertos de Occidente los primeros, enemigos declarados los segundos, ambos son malos para Europa. Los primeros, creyendo que la burocracia es suficiente para gobernar, confunden a la Unión Europea con un mecanismo técnico; los últimos, obcecados por la aversión al liberalismo, piensan que la Unión Europea no merece ser gobernada porque la consideran un vacío desechable.
Dos premisas distintas que conducen al mismo fracaso, que podría evitarse haciendo exactamente lo contrario de lo que invocan estos dos fanatismos.
En esta clave, «memoria» e «identidad» son conceptos imprescindibles, y su interrelación implica la presencia y función de un tercer elemento que permite la continuidad histórica, y al cual por eso confiero una colocación central: la nación, porque la patria es ‒así deseo definirla‒ la persona encarnada en la historia o, en otras palabras, la encarnación existencial e histórica de un pueblo.
Extraviar la memoria equivale efectivamente a perder la identidad, y cuando una civilización descuida la conciencia de sí misma, se encamina hacia un precipicio que podría aniquilarla.
Renato Cristin